Extrañas luminarias que se han visto entre las ruinas, antiguas habladurías sobre el paseo del carruaje de la muerte por sus calles, la repentina desaparición del agua de la charca que abastecía el pueblo… Son algunos de los elementos que sitúan a Rocafort como uno de tantos pueblos malditos que salpican la geografía española.
Situado en el corazón de la comarca de La Litera —en la provincia de Huesca—, que linda al norte con La Ribagorza a los pies de los Pirineos, los recuerdos se sostienen en ajados sillares de roca áspera, quejumbrosa. Son las ruinas de Rocafort que callan ausentes, mirando al vacío, esperando la paciencia del tiempo.
Entre las imponentes construcciones, una hilera de casas de varias plantas mira al sur donde sus vanos y puertas parecen ser los ojos vacíos y tristes que todavía recuerdan la maldición que convirtió a Rocafort en las ruinas de hoy. Huecos del olvido, gigantes de roca que dan la bienvenida al curioso viajero que se acerca o termina topándose en su vagar con el pueblo. El resto parece carcasa, las cáscaras rotas de lo que en su tiempo fueron las cálidas viviendas de los habitantes del pueblo, abandonado por completo entre los años sesenta y setenta. La vida en Rocafort se apagó antes de que la electricidad, con sus aires de progreso y modernidad, llegase a iluminar las calles, aunque eso no es problema para que en su centro siga alzándose un edificio por encima del resto. La iglesia del pueblo —dedicada a San Miguel, del que no ha de olvidarse su simbología como protector ante entidades demoníacas— sigue presidiendo el escenario en ruinas de Rocafort, testigo absoluto de su decadencia y su alargado agonizar; la construcción aun hoy soporta los inviernos arropada por la niebla y los falsos silencios de la noche.
Pero aunque la electricidad nunca llegase a Rocafort no impidió que en el pueblo se viesen y se vean algunas misteriosas luces móviles en la noche cerrada. Existen aún hoy testimonios que aseguran haber visto bolas de luz recorriendo el cielo sobre las ruinas o incluso cómo estas extrañas luces, errantes luminosos, se adentran entre los escombros y los tejados derruidos. En cuanto a la naturaleza de estos fenómenos, poco se puede concluir. Algunos inciden que los destellos son un recordatorio, la energía de la memoria colectiva que no olvida, que no quiere olvidar la maldición que pesa sobre el pueblo —energías al fin y al cabo de los que antaño habitaron estas tierras y se niegan a abandonar lo que fue suyo—; otros en cambio lo achacan al folclore aragonés y catalán, con la presencia de las Lumbretas —o Almetas—, manifestaciones de las almas ambulantes, procesiones incansables y lastimeras, muchas veces representadas como el desfile de ánimas en pena, donde el lector encontrará una analogía con la Santa Compaña gallega o La Huéspeda leonesa. Así es como estas luces viajeras de Rocafort parecen corresponderse a los ojos de la tradición con la lenta hilera de almas que, vestidas de blanco y llevando candelas o luminarias, recorren el Pirineo aragonés. No faltan por supuesto las relaciones entre estos avistamientos lumínicos sobre las ruinas y los fenómenos ufológicos que parecen haber acontecido de forma muy singular sobre la zona.
El caso que más llama la atención a este respecto —que fue recogido por Francisco Recio y el desaparecido investigador y reconocido ufólogo Jaime Sánchez Clota— aconteció en agosto de 2005. El hecho, tomado como un importante caso de abducción, lo constata en su momento la víctima, que conduciendo dirección Lleida es testigo de unas enormes luces que lo deslumbran. A raíz del deslumbramiento comienza a sentir un malestar que lo obliga a estacionar a un lado de la carretera y con síntomas de mareo sufre un desvanecimiento. Lo siguiente que nuestro protagonista recuerda es aparecer aturdido en un terreno totalmente ajeno, sin ninguna pista de dónde se encuentra su vehículo y rodeado de un despoblado en ruinas: Rocafort. Tras un tiempo indeterminado caminando errante por la zona en busca de ayuda, consiguió localizar a una persona que le acercó a su casa, ambos perplejos ante el relato de la víctima. No obstante, lo realmente siniestro de la historia es el paréntesis amnésico de más de cinco horas entre su desvanecimiento y la recuperación de consciencia y la distancia espacial que le separan de su coche, algo más de cuarenta kilómetros. A pesar de ser el testimonio más importante de supuesta abducción en el entorno de Rocafort, existen muchos más testigos que aseguran avistamientos extraños desde los años noventa sobre el pueblo relacionándolo directamente con el campo de estudio de la ufología.
Siguiendo los pasos del viajero que contempla las ruinas como gigantes que, boquiabiertos, dan la bienvenida, cuando uno se adentra en las tristes y silenciosas moradas de Rocafort, pronto comienza a vislumbrar los sordos recuerdos del pasado, los antiguos hogares de sus cocinas, los silos horadados en la roca, oscuros depósitos de antaño que apuntan a asentamientos anteriores al pueblo mismo. Bocas en la tierra que pese a su utilidad como fresqueras o contenedores de aceite, hacen pensar en la maldición que aun reposa sobre el pueblo y que encuentra su eco en los testimonios de pueblos vecinos. Son esos silos vacíos los que el viajero termina relacionando con la charca en torno a la cual se compuso el pueblo, una charca que —reza la maldición, contada casi como una retahíla por los más ancianos—, sin previo aviso, se esfumó, provocando la desgracia para sus habitantes y condenando a Rocafort bajo el peso del olvido. Un peso que ni siquiera el fuerte adobe o el cemento de las últimas reconstrucciones del pueblo, han sido capaces de soportar.
Muchas son las voces que se alzan y rememoran hoy la leyenda que mantenía vivo al pueblo en sus últimos años habitados. La leyenda, recogida entre otros por el escritor Cristian Laglera de boca de uno de los vecinos, cuenta no sólo la maldición sobre el pueblo y su charca, sino también el triste deambular de un siniestro carruaje en la noche cerrada, una carreta montada por la misma Muerte que recorría el pueblo, incansable, sigilosa, casi como una premonición que anunciaba el inminente destino de aquellas tierras. Algunos aseguraban haber visto el carruaje o haber oído el crujir de sus pesadas ruedas en la tierra, sea como fuere, por temor o por el convencimiento de la maldición, poco a poco Rocafort se fue quedando mudo, sumido en el silencio del abandono.
Por el momento y hasta que las inclemencias del tiempo terminen borrando su huella, el pueblo sigue dando la tétrica bienvenida y acogiendo a todo aquel que tímido o valeroso, llegue a sus puertas.
Fotografías: Marina González Pérez
Madrid, 1987. David Hidalgo es filólogo hispánico, teórico de la literatura, crítico cultural, escritor de relatos y guionista de cómics. Combina su formación académica y sus intereses literarios y cinematográficos enfocados hacia el horror narrativo redactando artículos para diferentes revistas y webs. Actualmente es Coordinador de Literatura de la Semana Gótica de Madrid.